El Domingo Sangriento de 1929

Gilberto Escoboza Gámez

 

25 de Abril de 1989

El señor George Rafaelovich era un inmigrante yugoslavo en Hermosillo que se dedicaba a la venta de naranja desde el mes de mayo de 1927, cuando recibió el permiso para ejercer ese negocio firmado por el presidente municipal don Luis Peterson; tenía un expendio de esa fruta en un local de la calle Monterrey número 120. Para el traslado de su mercancía de las huertas de Villa de Seris así como para la entrega a sus clientes  tenía un carrito de tracción animal.

 

La mañana del domingo 28 de abril de 1929, llamado por este cronista como “El Domingo Sangriento”, el señor Rafaelovich  caminaba en su vehículo por las inmediaciones de la estación del ferrocarril que en ese tiempo todavía se localizaba en el actual crucero de la calle Juárez y el bulevar Luis Encinas. Eran las 9:25 y en la estación había varios trenes en las vías de servicio; todos tenían sobre sus vagones muchos cientos de soldados que recién acababan de llegar del sur de Sinaloa derrotados por las fuerzas incontenibles del Ejército Federal al mando del general Plutarco Elías Calles. La rebelión, llamada “Renovadora” llegaba a sus últimos estertores y algunos de sus Jefes todavía esa mañana se encontraban en Hermosillo, tomando las providencias necesarias para huir a los Estados Unidos y entre los que se encontraba el General Fausto Topete Almada, quien hasta principios del cuartelazo había ocupado la gubernatura del Estado desde aquel 01 de septiembre de 1927.  Todo estaba aparentemente tranquilo aunque se notaba entre la tropa y la oficialidad una profunda preocupación por el porvenir el cual se presentaba lleno de nubarrones. Habían participado los jefes de la revuelta en una aventura que se castiga frente al pelotón de fusilamiento.  Sin embargo, no todos los jefes y oficiales fueron a la asonada por su voluntad, sino porque al promulgarse el Plan de Hermosillo se encontraban del lado de los rebeldes o bien también por lealtad a sus superiores jerárquicos.

 

Los segundos y los minutos transcurrían  sin que se escuchase la algarabía propia de las concentraciones de tropas; repentinamente un soldado gritó: “Miren… allá vienen los aeroplanos del Gobierno”; sobre el Cerro de la Campana  se veía una flotilla de aviones de combate que pronto empezaron a disparar y lanzar bombas sobre todo lo que veían sus tripulantes moverse en las calles de la ciudad. Durante los primeros disparos y bombazos, el señor Rafaelovich  fustigó al caballo para salir lo más rápido posible del área que consideró más peligrosa.  El noble bruto respondió  encabritándose, no por miedo al látigo que su amo sabía usar sin lastimarlo, sino por los ruidos de la metralla y las explosiones…No era para menos! Un amigo del comerciante que sería testigo de la tragedia que se avecinaba, le gritó lleno de angustia ¡Dése prisa don George, o bájese del carrito y protéjase  en la acera!.  El señor Rafaelovich no podía abandonar su vehículo; el sabía que si soltaba la rienda el caballo emprendería  una veloz carrera sin control sobre aquella muchedumbre que también trataba de salir de la zona más peligrosa; sabía que su vehículo podría convertirse en un carro de la muerte en cuanto se bajase.

 

En  aquellos momentos terribles, Don George debe haber creído que los segundos parecían eternidades, pero pese a todo procuraba no atropellar a quienes como él huían con el pavor reflejado en sus rostros. Repentinamente, el honrado comerciante dejó de sentir temor, amor y cualesquiera de otras sensaciones propias de los seres vivientes, pues una bomba explotó a unos cuantos metros de su carrito cuyo eje delantero quedó sobre el suelo y las ruedas contiguas a la lanza de la tracción desaparecieron.  El amo y el   caballo murieron instantáneamente; la sangre humana se mezcló con la del cuadrúpedo.  Juntos habían luchado por ganarse la  vida; juntos murieron como si hubieran suscrito un pacto mortal.

 

La señora Stanig viuda de Rafaelovich era una mujer de gran fortaleza moral que supo enfrentarse al infortunio.  En la hora de la tragedia habían desaparecido las autoridades civiles y fue necesario  que ella, personalmente, ordenase que levantaran el cuerpo sangrante de su marido.  Afortunadamente más tarde acudieron a su domicilio algunos amigos del occiso que le ayudaron a llevar a cabo el funeral. Cuatro personas más murieron durante la incursión de la escuadrilla de aviones, entre ellas un niño y hubo muchos heridos.  En cambio, ningún soldado rebelde murió ni resultó herido en el ataque. El comandante de la escuadrilla fue el coronel Pablo Sidar, de origen español, quien no sólo se dedicó a atacar la concentración de tropas que estaba en la estación del ferrocarril, sino que también ametralló a la población civil que nada tenía que ver con la rebelión.

 

Pero como un castigo divino –por cierto muy merecido--, unos cuantos meses después de aquellos hechos tan bochornosos e inhumanos de Sidar, murió calcinado entre los hierros de su avión en Centroamérica durante un vuelo que pretendió hacer de México a Buenos Aires. En Hermosillo nadie lamentó la muerte del villano del “Domingo Sangriento” de 1929.