VIRUELA NEGRA EN HERMOSILLO

Por Fernando A. Galaz

 

El Imparcial, 05 de Diciembre de 1956

Con la primavera de 1914 llegó a nuestra Capital la terrible epidemia de la viruela negra. En aquel entonces la ciencia médica no contaba con los  recursos científicos con que hoy cuenta para impedir los  estragos de una epidemia. Tampoco el Gobierno ni moral,  material o económicamente contaba con armas suficientes  para erradicar el mal; además, su preocupación inmediata,  urgente, era la guerra contra el General Huerta que estaba  en pleno desarrollo. No  había servicios de salud ni vacunas y no se contaba mas que con el Hospital del Estado, frente al parque Madero y el Hospital Militar por la Calle  Hidalgo.  Todos estos inconvenientes eran el mejor abono para la propagación del mal.

Los primeros aislados casos ocurrieron a fines de abril de 1914 por el Ranchito, pero no llegaron al conocimiento de las autoridades.  En el mes de mayo ya no aumentaron gran  cosa, pero ya intervino el Gobierno ordenando se colocaran banderas amarillas en las casas de  los afectados y se pintaran en casas y paredes franjas de mismo color.  En junio, en todos los barrios de la ciudad se veían distintivos amarillos;  los enfermos fueron internados en los hospitales pero  habiendo resultado insuficiente el cupo  de los mismos, en el Ranchito, Puente Colorado, Mariachi, El Retiro, El Vapor, San Benito y Villa de Seris fueron instalados lazaretos (hospitales de enfermos contagiosos). Entonces cuando más Hermosillo contaba con catorce mil habitantes y tenía cinco boticas, a saber; “La Moderna” de don Primitivo  Gutiérrez, “La Alameda”, de Don Jesús María Ávila en Hidalgo y Tampico (hoy Obregón), “Sonora” de Don José Carranza en Lerdo y Centro, “La Mexicana” de Don Julián Arvizu en Yañez y Tampico. Fungía como Presidente Municipal el señor Carlos Caturegli, quien poco tiempo después fuera vilmente asesinado en el camino de Agua Prieta a Naco. Los doctores Alfredo Caturegli, Alberto G. Noriega y Fernando Aguilar, dirigían y atendían el Hospital del Estado. Unas quince carretas que hacían la limpieza de la ciudad fueron utilizadas para el transporte de los enfermos de los barrios a los lazaretos; también se utilizó la “Perica Municipal”; “Nachito” administraba el Panteón. Se desinfectaban con “Kreso” los lugares donde se encontraban atacados de viruela; se llevaron a cabo muchas medidas sanitarias; se atacaba la epidemia tesoneramente con los escasos medios con que en esos días se contaba; se clausuraron los centros de reunión; los enfermos eran curados a base de pomadas y para mitigar la terrible molestia de la comezón se les proporcionaban bolsitas con salvado caliente. Los cadáveres se transportaban al  panteón en carretas, “la Perica” y dos coches funerarios.  Pasaron de mil las defunciones y más de mil quinientos fueron los los que  resultaron cacarizos. Ricos y pobres en fraternal unión cooperaron incansablemente con médicos y autoridades locales en la recia campaña para la erradicación del mal…. ¡ Qué tétrico…imponente…horrible…el interminable  desfile diario de vehículos funerales con sus lacerantes cargas!

Por fin, como a los tres meses de lucha desigual, se logró erradicar la epidemia; ya para entonces la ciudad presentaba un aspecto desolador y en miles de casas se ostentaban en las puertas crespones negros; ni doctores, curanderos y boticas hicieron negocio. Al recordar estos amargos hechos, no puede dejar de rendirse tributo de admiración y respeto a los médicos doctores Alberto G. Noriega, Fernando Aguilar, Alberto Caturegli, Burton, Keseler, Smith, Dierembach y otros cuyos nombres  no recuerdo, que trabajaron día y noche sin retribución con abnegación de apóstoles, evitando con peligro de sus vidas mayores estragos a Hermosillo. Fueron dignos discípulos del más grande por sus virtudes y humanitarismo médico de todos los tiempos: Hipócrates. Se acabó el fósforo… hasta la otra si Dios quiere.