A LA MEMORIA DEL NIÑO GUSTAVO MAZÓN

Por Fernando A. Galaz

 

El imparcial, 10 de diciembre de 1956

UN CONDICIPULO

Cinco de mayo de 1910. Por la gran puerta del Colegio de Sonora que da frente a la Calle Orizaba (Hoy Dr. Paliza), ante la posición de firmes y la emoción de todo el alumnado del plantel en doble valla, un Teniente con altivez y marcialidad empuñando  finísima Bandera Nacional hace su entrada,  escoltando por una impecable banda de guerra que tocando diana hace, con sus  vibrantes notas y marcial redoble de tambores, vibrar los pechos de centenares de chiquillos formados.  Pasan  el pendón por los corredores y al llegar al patio central en cuyo fondo se encuentra un templete de madera y una tribuna: chasquean los platillos, retumban los timbales, rugen clarines y trombones, se quejan “chelos”  y violines, saltan alegres las notas de la flauta y en el espacio el conjunto instrumental hecho armonía vibra la sacra música del Himno Nacional acompañado de centenares voces infantiles, frescas y puras; y música y canto retumban en el espacio como una sinfonía heroica, como plegaria impoluta se elevan hasta el cielo.

 

Las agudas notas de un clarín tocando atención surca el espacio. Cruza el patio de honor un niño de doce años bien proporcionado, ágil, bien grandes ojos azules llamando la atención su porte, pero aún …brinca  grandes ojos azules  llamando la tención su porte, pero, aún más, el mistero que parece anidarse en el profundo azul de sus ojos. Aquel chamaco era Gustavo Mazón; sube a la tribuna ante el silencio profundo del público. Con un sobrio ademán de sus manos y bien timbrada voz, comienza a recitar los sublimes guerreros versos del Cinco de Mayo de 1862, con distintas modificaciones según el pasaje, con las manos en alto acusando el sentimiento acorde con los versos, encarnando con su ademán, con su voz, con su gesto, su pequeño gran corazón de mexicano, termina su locución en medio de dramático silencio: de pronto, al unísono, como torrente de escape de la emoción prisionera, estalla vibrante, frenético, el aplauso. Gustavo Mazón, el chiquillo vivaz, inteligente, modesto, modelo de estudiante, de compañero, de amigo, que ese día inolvidable nos hiciera vivir momentos sublimes de emoción, quien lo iba a creer, pocas semanas después el destino cargaba su vida en flor.

 

Aquella pujante lozanía promesa de la vida, abatida cuando apenas comenzaba a asomarse a los dinteles del mundo, era hijo de Doña Pastora Mazón, hermana de Don José Mazón, el gran amigo y confidente del General Alvaro Obregón, y primo de los incansables hombres de negocios que con miles de horas de vuelo y sin ningún aterrizaje forzoso, se han convertido por méritos propios en pilares de la economía sonorense, Gustavo, José, Enrique Mazón y era también, primo de otro gran hermosillense, Don Fortunato Mazón, el que milagrosamente se escapó de morir con Gustavo, quien también fuera sobrino de la respetable dama Tulita Mazón de Block.

 

El 16 de Julio de 1910, día de Nuestra Señora del Carmen, el chamaco Fortunato Mazón, alborotado, inquierto, le dijo a su mamá:

- “Tenemos que terminar el adorno de la Capilla del Carmen. Viviano Martínez y otros salieron a traer sauz, mi primo Gustavo y José Coronado están preparando la pólvora… me tengo que ir mamá”.

- “No te vas hasta que no limpies el corral; les des agua a los animales, riegues las matas y barras la banqueta”, le contestó la señora.

Este castigo maternal le salvó la vida a Fortunato y Viviano Martínez se salvó cuando el Padre Bautista, esa mañana trágica, no quiso confiarle parte del ornato de la Capilla del Carmen, sino que lo despachó a traer una rama verde de la huerta del francés (hoy propiedad de Enrique del Razo).

 

El atrio de la capilla está regado, el altar de la virgen luce esplendorosos colores dominando el blanco puro de la azucena, salpicado del rojo sangriento de la amapola, que en mudo diálogo con la dalia, el chícharo, el mastuerzo y la mirra, sacrifican su belleza y su perfume en aras de la idolatrada y milagrosa Virgen del Carmen. Allá, en la sacristía, Gustavo Mazón y José Coronado comienzan a preparar la pólvora para los cohetes; Viviano Martínez y dos chamacos más van llegando cargados de rama verde al templo; las campanas esparcen a los vientos su alegre llamado a los feligreses.

 

En esos precisos instantes, horrible detonación estremece al templo, un alarido de terror se escucha, unos corren con el espanto retratado en su semblante; se oyen gritos, sollozos, voces despavoridas y luego un silencio sepulcral interrumpido por los quejidos agónicos de Gustavo, tirado en el suelo a un lado del cuerpo destrozado de Coronado; había explotado la pólvora que pretendían preparar en un molino de fierro.

 

En una camilla improvisada, en medio de un tumulto de gente, Gustavo fue llevado al Sanatorio del Dr. Burton (Edificio Tapia Hermanos), y con ojos azorados por el terror y el espanto, contemplamos el cuerpo ensangrentado del chiquillo. Afuera, una multitud llenaba la calle. Media hora después, hombres, mujeres y niños se postraban de hinojos, se santiguaron y un majestuoso Padre Nuestro colectivo se escuchó… Gustavo había muerto.

 

Este es un pobre tributo a la memoria del compañero de Colegio muerto trágicamente, una añoranza que guardo en el relicario de mis recuerdos tristes que el tiempo no ha borrado. Se acabó el fósforo… hasta la otra si Dios quiere.