EL CORONEL JOSÉ CRUZ GÁLVEZ

Por Fernando A. Galaz

 

17 de Enero de 1957

En el año de 1929 doña Francisca –Pancha—Niebla, se instaló en interior del Mercado  Municipal con una cafetería y hasta la fecha ha logrado conservar interminable clientela, integrada en su mayoría por gente de la clase media y de la humilde. Doña Pancha -como cariñosamente se le conoce-, de gran corazón, bondadosa y altruista, no ha progresado mucho en lo económico pero ha hecho infinidad de amistades que la aprecian  y la distinguen.  Sus clientes mas fieles por muchos años son el albañil Gonzalo Córdova, Víctor Álvarez, (“güero” Papa) Antonio Cota, el todavía joven Fernando Rivera Arza, Francisco “Cacarizo” López, el siempre jovial e inspirado poeta local don José Mendoza y el inválido soldado de la revolución Felipe Encinas Armenta.

 

Hace unos días el soldado Encinas Armenta, con la barba de varios días, las  facciones mas demacradas que de costumbre y reflejado en sus ojos un manto de tristeza, se sentó a mi lado y al interrogarle de la  causa de su abatimiento moral, me dio a conocer problemas de carácter íntimo… reprochó la conducta de algunos  amigos, mencionó episodios guerreros de la revolución y hondo suspiro de tristeza soltó de su pecho al recordar las muerte de su Jefe y amigo Coronel J. Cruz Gálvez. Al ir desgranando el rosario de sus amarguras, su voz adquirió tonalidades firmes y de sus ojos un brillo juvenil reverdeció su  faz:

 

“Conocí a Cruz Gálvez en los interminables combates del sitio de Naco en 1914, cuando las mujeres familiares de los defensores estaban tan acostumbradas a la peripecias de la guerra que los toques de tambores y cornetas formaron parte de su cotidiana costumbre, a tal extremo que en las velaciones las alabanzas se cantaban con tonadas de toques militares. Gálvez, como buen sonorense, era de carácter abierto, franco, modesto y servicial; más que Jefe era  amigo, más que amigo era compadre  para sus subalternos.  Tenía unos veintiséis años, regular estatura, blanco, cuerpo atlético y llevaba con varonil desaire sus arreos militares siempre se ponía al frente de su gente, y para enardecerla en el combate su corneta de órdenes a todo pulmón, soltaba al viento las burlescas notas de “el guango”   y los cortos relampagueantes y provocativos.

 

Finalizaba  octubre … Don Francisco Villa, el gran guerrero del Norte, derrotado encolerizado con tremendo odio, fuerte aún en muchos miles de soldados y artillería pesada, se  internaba en Sonora dejando regueros de sangre  mientras que Obregón, que había  previsto la embestida,  cruzaba territorio americano también con tropas de soldados que se concentraron en Agua Prieta, objetivo de Villa. Entretanto, el Gral. Plutarco Elías Calles, Jefe de la guarnición de la Plaza de Agua Prieta, ordenó al Coronel Cruz Gálvez que con cien hombres saliera a Paredes, donde se suponía que  un fuerte grupo de Villistas merodeaba.  Llegando Cruz  Gálvez a Paredes tomó contacto con el enemigo fuerte en mas doscientos hombres; el silbido de las balas, los gritos de desafío, la maldición y los “ayes” de dolor de los heridos estrujaron la mañana de ese día, convirtiendo aquel pueblito siempre pacífico en laberinto infernal, en una pesadilla cruel y desgarradora,  dolorosa sangrante de fraticidio entre mexicanos y mexicanos;  en ese remolino de odio cayó el Coronel Cruz Gálvez, y así sangrando, violento, magnifico, siguió peleando hasta que huyó el enemigo.

 

La tropa con profunda devoción, consternada, con unción paternal y en profundo y mudo movimiento, lo condujo a Agua Prieta. Siete largos días que a Jefes, tropas y pueblo  parecieron siete siglos se debatió Cruz Gálvez entre la vida y la muerte y al iniciarse el octavo, lúgubre e imponente toque de silencio anunció su muerte… allá en el espacio como símbolo, una negra nube apagó el sol…

 

Desde el Cuartel había afuera  de la ciudad, Jefes, oficiales y tropa de todas las armas con cintas negras formando doble valla, y por en medio, en hombros de sus Jefes y compañeros, va pasando el severo féretro  con el cuerpo del soldado  heroico. La banda de música del 10 Batallón esparce vibrante el Himno Nacional, al tiempo que las bandas de guerra con las marciales notas de la marcha de honor le dan el infinito adiós. La tropa a su paso, con ojos llorosos  y erguida presenta armas, llega el cuerpo a su final y el General Plutarco Elías Calles, en aquel momento de angustia, de tristeza y de dolor con  reposada y conmovedoras palabras, sintiendo en su corazón lo que expresa,  despide al valiente, al compañero, al amigo. De los  nublados ojos de Elías Calles, el “hombre piedra”, rodaron lentamente  las perlas de unas lágrimas y allá, en el fondo del desolado valle donde se dibuja un solitario sahuaro, una ave abrió sus alas y se perdió en el espacio…

 

 Pero se acabó el fósforo. Hasta la otra si Dios quiere.

 

NOTA DEL EDITOR: Tiempo después, Plutarco Elías Calles llega a ser Gobernador y construye un orfanatorio en Hermosillo para los hijos de sonorenses caídos en batalla, llevando el nombre de Coronel José Cruz Gálvez; el edificio se terminó en 1919.